domingo, 7 de abril de 2013

34.


Allí estaba ella, con una maleta llena de recuerdos, la mirada escondida y el alma al descubierto. Un brillo especial le rodeaba, un halo angelical que despertaba mi atención. Inquieta y con lo que parecía un café entre las manos, esperaba la oportunidad de su vida. Parecía la típica chica desprotegida que esperaba a su príncipe azul, pero sus botas militares decían todo lo contrario. Aquellas botas, con la suela llena de barro, gritaban que no necesitaba protección de nadie, que estaba hecha de acero puro, que era dura como el diamante más brillante, que sabía correr en el momento oportuno. 

Dulce piel de porcelana era la que ella tenía, suaves labios rosados y grandes ojos marrones. Chica perspicaz, inteligente, deslumbrante. Chica que invitaba a la imaginación, a la fantasía más lujuriosa, al sueño de todo hombre... No, rectifico, a mi propio sueño, a mi propio anhelo. 
Cada vez que la miraba crecía en mi un deseo inexplicable de taparle los ojos, de besarle el cuello, los labios, la frente. De juntar nuestras manos y decirle al oído que se relaje, que sus sueños se van a cumplir, que pronto sus alas despegarán.

Allí estaba yo, con los ojos puestos en ella y la mente en un lugar muy lejano a la realidad. Imaginando historias que nunca sucederían, inventando las causas del por qué de su huida. Las horas pasaban mientras yo fantaseaba, mientras la estación se quedaba más y más vacía. Allí seguíamos los dos, uno en frente del otro, ignorándonos cual desconocidos. Ignorándonos como lo que eramos. Cansado y con el cuerpo entumecido, decidí marcharme. No sabía como había llegado hasta allí y lo cierto era que el viaje no había sido en vano. 
Caminando entre en la multitud, noté el roce de una mano por mi espalda, una suave caricia reconfortante. Volví hacia atrás y allí estaban. Aquellos ojos grandes con los que horas antes había fantaseado estaban delante de mi. No sé cómo, no sé el por qué, sus labios se unieron con los míos con tal deseo que aquello tendría que estár prohibido. Eramos dos llamas llamadas a consumirse, a desgastarse con el roce. A olvidarnos. A desaparecer entre el tumulto para no volver a saber nada el uno del otro. 

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