Horas después del
incidente y ya a salvo dentro de la casa de mi amigo Larry, Alice seguía sin
pronunciar palabra. La pobre se había quedado fría como un témpano por la
impresión y es susto. Me pasé todo el viaje en taxi intentado que entrara en
calor o que, por lo menos, dejara de tiritar. No sé lo que aquel desgraciado le
había dicho o le había hecho que le había dejado impresa la marca del miedo y
del hielo en sus ojos.
Cuando nos bajamos del
automóvil Larry nos estaba esperando con los brazos abiertos. Bueno, para ser
exactos, me estaba esperando. Le chocó el que llegara con una adolescente de
dieciséis años cuando yo no tenía ni mujer ni hijos. “Más tarde me lo
explicarás, mientras tanto los dos sois bien recibimos en mi morada” fue todo
lo que me dijo. Sin ninguna duda, era un buen tipo en el que podía confiar, y
que seguro me ayudaría en todo lo que pudiera en cuanto le contara la misión
“patrocinada” por Alexandra. Allí estaba él, en la puerta de su casa con su
pelo rizado negro y su postura delgada y recta que siempre le habían
caracterizado. Ojos grandes, redondos y oscuros que estaban acompañados por una
nariz aguileña y unos labios finos. No vislumbré en él ningún cambio, era como
si lo estuviera viendo despedirse con una mano en la cubierta del barco que lo
llevaría hacia Londres. Parecía que los años lo habían tratado mejor que a mi
en todos los aspectos.
Sentada en un sillón con
una taza de té entre las manos y con la mirada perdida entre el crepitar del
fuego de la chimenea, me la encontré cuando bajé de asearme un poco. Se había
lavado el pelo que ahora se veía de un rojo más intenso por el agua y que,
junto a la luz grisácea que entraba por la ventana, le ofrecía a su rostro
angelical un halo de guerrera que no casaban demasiado bien.
-¿Más tranquila, Alice?
–le pregunté mientras me sentaba en el sillón que había frente a ella.
-¿Perdona?, no le he
escuchado.
-Que si te sientes más
tranquila que antes.
-Si, gracias por
preguntar seño Steel –contestaba por educación porque estaba claro que no
quería hablar con nadie.
-Alice, ¿qué te dijo o
qué te hizo el hombre del aeropuerto? Sabes que puedes confiar en mí… -no podía
aguantar más, tenía que preguntárselo o explotaría.
-Ya sé que puedo confiar
en usted, pero no es nada, no se preocupe. Es que sus ojos eran demasiado fríos
e inquietantes y se me han quedado grabados en la memoria. Es sólo miedo que se
pasará con dos tazas más de té y un reparador sueño porque no sé si lo sabrá,
pero yo no he dormido nada en el avión… ja, ja, ja.
La misma manía de su
madre. Restarle importancia a todo, inclusive cuando ellas tenían más miedo que
las personas que estaban a su alrededor.
No mucho más tarde
estábamos terminando de cenar en el gran comedor de la casa victoriana.
Verdaderamente Larry había conseguido reunir una fortuna considerable, pero el
afán por el dinero lo había vuelto egoísta y calculador aunque seguía teniendo
buen corazón. La cena que nos había
hecho servir no tenía palabras pero el whisky que me ofreció después en la
biblioteca le superaba en creces.
-Mm, Larry voy a tener
que visitarte más a menudo si me prometes que vas a guardarme cientos de
botellas de este whisky –no se me ocurrió mejor manera de agradecer el trago.
-Siendo sinceros yo
tampoco he probado otro whisky mejor que este, pero estoy seguro que tú no
estás aquí por el whisky. ¿Qué le ha traído al gran detective Steel por estas
tierras?
-Una mujer querido Larry,
una mujer.
-¿Problemas de faldas?
Creía que ya habías dejado atrás esos menesteres Peter, y más teniendo una hija
así de guapa.
-No te embales Larry que
el asusto no va por ahí. Hace como tres días esa chiquilla apareció en la
puerta de mi oficina con un sobre firmado por su madre aparentemente muerta,
dando la casualidad que la madre en cuestión no es otra que Alexandra.
Los ojos de Larry, ya
grandes de por sí, se abrieron todavía más. Su cara reflejaba el asombro y la
incertidumbre que el nombre y la persona de Alexandra llevaba consigo. Minutos
después, junto a varias copas más Larry ya sabía todo lo sucedido, incluido la
pelea en el aeropuerto. Nos quedamos allí, en aquella biblioteca inmensa y con
librerías que empezaban en el suelo y terminaban en el techo horas, conversando
y poniéndonos al día. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había
visto aquella cara tan familiar.
La noche y sus estrellas
dieron paso a un espléndido día que según los sirvientes de la casa era extraño
para esa época. El sol radiante que lucía en el cielo no quitaba que el aire
que soplaba fuera frío y cortante. Me había levantado temprano tanto que ni el
propio dueño de la casa estaba en pie, lo que me permitió conocer a los pocos
empleados que también habían dejado las sábanas y los sueños.
Un viaje de expedición
por la casa me llevó hasta la cocina y menos mal porque mi estómago estaba
empezando a rugir. El ama de llaves, una mujer gruesa, bajita y de avanzada
edad que yo conocía como la señora Thompson,
entraba en la cocina cuando me disponía a buscar un poco de café y un par de
galletas para desayunar. La pobre no se esperaba que hubiera nadie dentro y se
llevó un buen susto. Se disculpó por el grito y me preguntó qué quería para
desayunar para que me pudiera ir al comedor. Parecía avergonzada y no entendía
muy bien por qué. Al final sólo le pedí un café bien cargado para que me
quitara del todo la leve neblina que todavía quedaba en mi cabeza por el sueño.
Saliendo por la puerta me tropecé con un muchacho de la edad de Alice, alto,
musculado y con unos ojos negros enmarcados en una cara redonda rodeada de un
pelo rizado y negro que hacía juego con sus ojos y que llevaba en brazos una
caja llena de verduras y frutas variadas. Resultó ser el nieto huérfano de la
señora Thompson y que desde hacía un par de meses trabajaba también para Larry.
Un chico que según su abuela “era listo como el hambre” y que para Larry se había
convertido como un hermano. Un chico que se había hecho un sitio en su corazón
al igual que Alice en el mío.
Para cuando llegué al
comedor Alice ya estaba allí, junto a Larry, sentados en la larga mesa central
esperando ansiadamente el desayuno.
-Peter, por fin apareces.
Siéntate, estaba hablando con Alice sobre la visita que os he organizado por la
ciudad pero antes tenéis que comer algo, ¡señora Thompson, el desayuno! –gritó
Larry.
-¿Visita guiada?
–pregunté mientras me sentaba frente a Alice- creía que nos íbamos a poner con
el asunto de la llave cuanto antes.
-Bueno sí, eso es muy
importante pero podríamos tomarnos un día libre, ¿te parece bien, Peter?
¿Peter? Me sonó como si
dentro de mí cayera una losa de mármol pesada y gruesa. Acababa de llamarme
Peter, aunque bueno tampoco había que darle mucha importancia, ¿no? Eso
significaba que la confianza estaba creciendo entre nosotros.
-Bueno, supongo que para
buscar lo que abre esa llave tendremos que conocer bien Londres. Está bien,
tendremos un día libre.
-¡Oh, gracias Peter!
–dijo Alice mientras se levantaba para darme un abrazo que también me pilló por
sorpresa. Por mucho que yo la tratara como una adulta seguía siendo una niña
todavía.
Entonces se abrió la
puerta pero no entró la señora Thompson con el desayuno, sino su nieto lo que
hizo que Alice se apartara rápidamente de mí y volviera a su sitio. Un
comportamiento extraño tratándose de una chica a la que le da igual llamar la
atención. Un comportamiento extraño tratándose de la chica que hizo que todo el
avión se enterara que una azafata me sonreía.
-Señora Thompson no, Albert,
su nieto. Creo que no me parezco tanto a mi abuela como para que me confundas
Larry, por lo menos tengo entendido que mi cuerpo es mucho mejor que el de ella
–cuando terminó de alabar su “escultural” cuerpo posó sus ojos en los de Alice
y no me gustó para nada el brillo que vi en ellos. Pero todavía me gustó menos
que se acercara a ella y que ni reparara en mi – Oh, Larry, no has dicho que
teníamos visita. Soy Albert Thompson, ¿y la señorita es…? – dijo mientras le
besaba la mano como un educado caballero.
-Alice Ryan –dijo Alice
mientras aparecía en su rostro una pequeña sonrisa que dio brillo a sus ojos,
un brillo que hacía días que no había visto.
-Un gusto conocerla,
Alice Ryan.
-El gusto es mío señor
Thompson.
-Oh, no. Por favor
llámeme Albert –pícaro muchacho. Se notaba que había aprendido del viejo Larry.
-Albert, no es la única
compañía que tenemos. Te presento al señor Steel, un viejo amigo mío que estará
durante un tiempo viviendo aquí, junto a su amiga Alice –por fin alguien me
presentaba y hacía volver al muchacho de entre las nubes que estuviera.
-Perdón señor Steel. Un
placer conocerle a usted también.
Un gesto afirmativo, eso
fue lo único que Albert recibió. No estaba de ánimo como para regalarle unas
palabras, la verdad era que los celos me estaban comiendo por dentro y yo sabía
de donde venían esos celos. Cada vez que veía a Alice era como si se me clavara
un pequeño puñal en el pecho abanderado con el recuerdo de Alexandra. Hacía
mucho que no pensaba en ella, no de esta manera. La echaba de menos y aquella
niña me hacía venir tantos momentos con su madre que estaba haciendo que cada
vez aflorara en mí un sentimiento de cariño, fraternidad y protección. No
quería que le hicieran daño y por esa misma razón no me gustaba el brillo de
sus ojos cuando vio a Albert. Sabía que le gustaba al igual que al muchacho le
había gustado Alice pero sólo el tiempo nos diría como iba a terminar aquella
relación. Y esperaba que por el bien de Albert no le rompiera el corazón a
Alice porque sino tendría que aprender a correr, y bien rápido.