El perfume de las ganas lo he
dejado para los días grandes, esos en los que vienes a mi casa y acampamos en
el sofá un domingo tarde cualquiera: yo con el pijama y tú entre mis brazos.
Vuelta de 180º, de camino a la
casilla de salida, con arañazos en la espalda y unos cuantos pesares sobre los
hombros. Tu dolor en mis sienes y tus manos en mis senos.
Miedo a la oscuridad si no me
alumbran tus ojos, si no te enciendes un cigarro con el fuego de mi mirada. Si
no me saco las entrañas y te muestro que son de verdad, que yo también estoy
hecha de carne. Que me pinchan y sangro, que me duelen los desgarros.
Maúllo, en un intento encarnizado
de volverme púrpura; de encender tu botón de fe.
Con la necesidad de hacer una
receta con nuestros secretos. De añadir un poco de “tu cabeza recostada en mi
pecho” y de “tus manos quitando mis medias”, sazonado con “las caricias de tus
manos” y emplatado en “la cama perfecta con dosel”.
He empezado a llover con previsiones de que voy a desbordar.
Tú ponte a salvo, vayamos a que cuando explote te lleve conmigo, te termine cansando y aburriendo; termine destruyendo tu última muralla.
Tú ponte a salvo, que se prevé vendaval de sentimientos. Que por el horizonte viene un huracán de sensaciones desmedidas con la intención de llevarnos por delante, de dejarnos sin respiración y unir más lo que ya estaba unido.
Vaya pronóstico meteorológico. Qué ganas tengo de que llegue esa tormenta.
Ven, deja las llaves puestas y entra por la ventana, que te voy a enseñar el mapa de isobaras que se nos viene encima. Que lo tengo pintado en las sábanas de la cama; el borrador en la almohada.
Ven, que se me ha perdido el tango entre las botellas de vino, que se me sale el deseo del pecho y va, con todo propósito, hacia tus labios.